miércoles, 14 de septiembre de 2016

El Patrimonio Cultural está hecho un eccehomo

El diccionario de la RAE define uno de los significados de eccehomo como “persona lacerada, rota, de lastimoso aspecto”. Nos parece un matiz semántico que permite, mediante un arriesgada voltereta, proponer una comparación con el estado del Patrimonio Cultural (PC en adelante). Más aún, para el desarrollo de nuestro argumentario utilizaremos el caso de un muy famoso eccehomo. Como podrán imaginar nos referimos a ese destruido en Borja como consecuencia de una actuación errónea y que ha llegado a convertirse en paradigma del espíritu jaranero y olvidadizo del pueblo español. Somos así: nos hace gracia el absurdo, la comedia, y homenajeamos a la buena señora que deformó una pintura respetable. Por si no fuera poco y para cerrar el círculo del cachondeo español, el resultado de la intervención se asemeja peligrosamente a Paquirrín, como si la buena de Cecilia hubiera recibido una inspiración más bien terrenal, poco divina. Y antes de entrar en más profundidades y para dejar clara nuestra postura, asumimos como propias las palabras de Vicente Verdú: “Su afán de embellecer un Cristo deteriorado por la humedad y el salitre ha producido, como efecto de su santa audacia, una irreverente caricatura del Hijo de Dios, más feo que Picio.”

Sólo gracias a las redes sociales se explica la repercusión mundial del hecho, máxima para una pieza de un género tan genuinamente español como el sainete. Aunque comprensible, menos simpática resulta la búsqueda de beneficio económico a partir del acto desgraciado, emprendida por el ayuntamiento de Borja y Cecilia misma. Y aunque a estas alturas ya nada nos sorprende, parece excesivo que hayamos llegado a ver un centro de interpretación sobre el asunto, e incluso una ópera cómica, por poner tan sólo un par de ejemplos. 

Los Conservadores Restauradores aceptamos con resignación la tosca broma, pero ya basta. La modestia de la obra original no resta las negativas implicaciones del asunto, su carácter ejemplificador. Y nos permite utilizarlo para abordar cuestiones algo más serias y complicadas, más amargas. Para ello propondremos una comparación, por si permite entender mejor el argumento: a nadie le gustaría que un chapuzas le estropease la -ya borrosa pero única- fotografía de sus bisabuelos fallecidos, o se cachondease de la memoria de un familiar querido, de la fealdad de su pueblo o incluso de la ineficacia de su equipo de futbol favorito. ¿Por qué?, simplemente porque cada uno de esos torpes ejemplos son muestras de la historia de ese individuo hipotético. No sólo de su presente sino también de su pasado sea material (la foto) o inmaterial (la memoria). Una vida y un patrimonio que desde el individuo, como capas solapadas, se va conformando por su familia, sus amistades, su comunidad, su región, su país y más allá, según cada persona. Un conjunto que nos permite, sutilmente, no sentirnos solos ante el mundo, más bien parte de una tribu ahora contemporánea.

El PC es todo eso, pero considerado ahora como herencia colectiva y ya no propiedad individual. Y aunque desconocemos la razón, a los expertos siempre nos ha resultado complejo explicar el valor del PC, un concepto dinámico y abordable desde muy diversas perspectivas. Quizá la noción más exitosa y permanente sea la formulada por Isidoro Montero, que lo define como el conformador del “capital simbólico” de una sociedad. Esa idea expresa quizá nuestro fracaso constatado, puesto que -para la ciudadanía- lo simbólico resulta mucho más difícil de percibir que otros patrimonios (financiero, natural, lingüístico, etc.). Y puede que hayamos promocionado poco la relación entre PC y turismo, una fórmula de éxito indiscutible. 

Por mucho que no seamos capaces de evidenciarlo, el PC forma parte esencial de nuestra vida, desde el individuo hasta la comunidad: es nuestra memoria (de los padres, de los abuelos, de los lejanos ancestros). Es aquello que heredamos como grupo y que estamos obligados a legar a nuestros sucesores; es algo que deberíamos proteger y defender, pero también de lo que sentirnos orgullosos. El ataque al patrimonio lo es sobre la propiedad comunal, sobre nuestra herencia, nuestra propiedad en suma. Y por tanto deberíamos haber respondido con enfado ante la actuación de Cecilia, dado que borró los restos de la memoria pintada en los muros de una iglesia en Borja, sustituyéndola irresponsablemente por su creación.

Cecilia es en realidad un actor muy secundario en todo esto, una pequeña muestra de un problema de mayor calado en el que aparece por desgracia la política, siempre la política. Porque, eso sí, las autoridades han conocido desde siempre el poder simbólico del PC, lo que a su vez explica su consideración utilitaria siempre y política con frecuencia. Por ejemplo y como señala J.M. Cuenca, “para justificar algunos hechos históricos, reclamar territorios o explicar teorías de corte nacionalista entre otras consideraciones”. Esa importancia socio política queda reflejada en el entusiasmo con que las Comunidades Autónomas abordaron hace años la gestión del PC. Desde entonces han tratado de ejecutar esa responsabilidad de forma diferente y, consecuentemente con niveles de éxito muy distinto. En general, nuestro diagnóstico sobre el estado del patrimonio es negativo, de ahí el título elegido para este documento. El patrimonio se degrada, pero paradójicamente también se amplía cada día, y nada de lo que se ha intentado nos parece definitivo. Podemos citar pocas estrategias con las que abordar un futuro incierto, más borroso si cabe en la presente coyuntura económica que rechaza la inversión no productiva (¡como si el PC no lo fuera!). En todo caso, nadie dijo que fuera una tarea fácil; si es compleja la definición del concepto, se entenderá la perspectiva multifactorial y cambiante con la que debe abordarse su  gestión.

La complejidad es un reto, no un obstáculo. Habrá que remangarse y asumirlo; habremos de diseñar estrategias novedosas; tendremos que proponer nuevos paradigmas y explorar su éxito o fracaso. Habremos de expulsar el uso político, ciertamente coyuntural y mentiroso. Por encima de todo, parece imprescindible poner en la diana la mejora del aprecio social del PC, auténtica clave de cualquier alternativa de éxito. Y para ello, habremos de dar voz y voto a la sociedad democratizando la gestión y fomentando la participación ciudadana; habrá que traer al escenario a nuevos actores sociales. Y también, tendremos que superar la gestión de “monumentos” para sustituirla por territorios y paisajes; habrá que cooperar entre instituciones e individuos; habrá que superar las ciegas barreras de las profesiones, de las administraciones y de las leyes. Habrá, en suma, que modificarlo todo.

Mientras tanto, nada parece que hayamos aprendido del ejemplo del Ecce Homo de Borja. Lo único que queda son -esperamos- algunos dineros públicos en ese municipio, además de los particulares. De nada ha servido el ridículo al que se nos ha sometido a los españoles. El acceso a la restauración del PC sigue sin regulación, o cuanto menos es muy limitada. Si se exigiera un proyecto y una firma, nunca Cecilia podría haber intervenido (para destruir) esa pintura. Como conservadores restauradores debemos señalar que nos afecta un desánimo monumental, puesto que no hemos sido capaces de acabar con el intrusismo en una profesión desconocida y maltratada. Pero más importante aún, nos enerva nuestra imposibilidad para acceder al diseño e implementación de esas nuevas estrategias de gestión, la falta de voz y de voto. Porque el ciudadano debería entender que en este escrito no hay una reivindicación profesional, o no sólo. Se trata de una cuestión mucho más relevante: las agresiones o abandonos lo son sobre propiedades comunitarias; se ataca nuestra alma pero también nuestro porvenir. Recogiendo la opinión de Victoria Montero, “patrimonio, turismo y desarrollo son las tres palabras mágicas del mundo agrario sometido a la reconversión europea”, estamos hablando de futuro, de supervivencia, de memoria pero también de pan. La situación la debe cambiar la ciudadanía, nos tememos; cada cual en la medida de sus posibilidades pero quizá empezando por dejar de reír los acontecimientos que carecen de dicha cualidad. 

Pero tampoco se preocupen excesivamente, que no se coarte el saludable jolgorio; es tan sólo una opinión personal.

Fernando Carrera Ramírez